| Tanto el Mercosur como la Unión Europea (UE) están en una 
        compleja transición hacia nuevas etapas en sus respectivos desarrollos. 
        En ambos casos, parece prematuro aventurar pronósticos sobre cómo 
        ellas serán. Los resultados son aún inciertos. Pero todo 
        indica que serán diferentes a las anteriores etapas. De salir todo bien, muy probablemente sería porque se habrían 
        preservado los activos acumulados y capitalizado las enseñanzas 
        del pasado. De lo contrario, se podría estar frente a escenarios 
        en los que resulte difícil excluir el uso de la palabra fracaso 
        y, en especial, el de afrontar sus consecuencias. La historia larga de 
        las relaciones entre naciones que comparten una misma región -especialmente 
        en el espacio geográfico europeo- indica que eventualmente tales 
        consecuencias pueden ser costosas. Más allá de las enormes diferencias que distinguen a los 
        dos procesos de integración, como también a sus historias 
        y realidades regionales, la buena noticia es que se observan en ambos 
        casos debates a nivel de las respectivas sociedades, por momentos intensos 
        y hasta ríspidos, que reflejan dilemas metodológicos y, 
        cada vez más, también existenciales. Cuánto más 
        amplios e inclusivos sean estos debates, mejor será para la legitimidad 
        social de sus resultados. Un elemento común en estos debates en ambos lados del Atlántico, 
        es el de las crecientes dudas que se plantean sobre que realmente haya 
        posibilidad aún para la subsistencia de una distinción entre 
        nosotros sean los miembros de la UE o los del Mercosur- 
        y ellos los terceros países-, que refleje una 
        identidad común arraigada en las respectivas ciudadanías. 
        Es como si el cada una por las suyas empezara a sustituir 
        la idea fuerza de juntos hasta la muerte. Especialmente en 
        Europa, los ciudadanos de algunos de los países no visualizan como 
        propios los de los otros socios. No ven entonces porqué deberían 
        asumir los costos de ayudar a resolverlos. Pero a la vez, se observa que incluso quienes parecerían estar 
        más indignados en el sentido del simple y a la 
        vez genial aporte instalado por Stéphan Hessel en su conocido manifiesto- 
        con la pertenencia de su país al respectivo proceso de integración, 
        tienen fuertes dificultades de explicitar un plan B razonable 
        y creíble, que se sustente en el plano económico como, sobre 
        todo, en el político. Esto es, una opción con la legitimidad 
        social propia de sociedades pluralistas y democráticas, que no 
        supere con creces los costos de intentar corregir las deficiencias de 
        los procesos actuales de integración. Si fuere cierto que los países 
        miembros -grandes o chicos- no tienen opciones razonables a la integración 
        voluntaria con sus actuales socios, el debate quedaría en tal caso 
        confinado al plano metodológico de cómo trabajar juntos 
        en un espacio geográfico compartido dato de la realidad- 
        y no tanto en el más existencial de porqué hacerlo. En el caso del Mercosur, más allá del ineludible debate 
        sobre las dimensiones jurídicas, tanto de la suspensión 
        temporal del Paraguay en el ejercicio de su condición de miembro, 
        como de la consumación del ingreso de Venezuela sin que se hubieren 
        podido cumplir requisitos que los propios países miembros establecieron, 
        además de las soluciones que se puedan encontrar con inteligencia 
        y voluntad política, será necesario abordar el diseño 
        de las modalidades y de los alcances de una nueva etapa. En tal sentido puede considerarse que en la Cumbre de Mendoza concluyó 
        una etapa signada por los compromisos asumidos en el Tratado de Asunción, 
        así como éste implicó la conclusión de la 
        etapa iniciada por los acuerdos bilaterales entre la Argentina y el Brasil. 
        Es interesante observar que el paso de una etapa a la otra no implicó 
        dejar de lado lo acumulado en la etapa bilateral inicial. Por el contrario, 
        subsisten aún los compromisos jurídicos bilaterales incorporado 
        en el Tratado de Buenos Aires de 1988, y los principales acuerdos comerciales 
        acumulados fueron asimilados en la nueva etapa a través de los 
        dos acuerdos operativos, uno bilateral el ACE n° 14- y el otro 
        entre todos los socios del Mercosur el ACE n° 18-. Cabe destacar 
        que el ACE n° 14 tiene hoy 39 Protocolos adicionales, en su mayoría 
        firmados una vez iniciada la etapa del Mercosur y especialmente referidos 
        a un sector clave en la integración regional, como es el automotriz. 
        Y, a su vez, el ACE n° 18, ya tiene 90 Protocolos adicionales. No 
        es un dato menor a tener en cuenta el que los compromisos comerciales 
        que plasmen la incorporación de Venezuela al Mercosur, deberían 
        ser luego incorporados al ACE n° 18, al menos tal como están 
        las reglas de juego hasta el momento actual. Son varias las opciones posibles para el diseño de la nueva etapa. 
        Al igual que en el caso europeo no existe una fórmula única. 
        Una de las lecciones a extraer de la experiencia acumulada tanto en éstas 
        como en otras regiones, es precisamente que el traje debe ser diseñado 
        a la medida de realidades bien diagnosticadas. Como enseñara en 
        su momento Jean Monnet, lo esencial es encontrar fórmulas adaptadas 
        a cada circunstancia histórica. Es allí donde se requiere 
        una adecuada combinación de imaginación política 
        y técnica. Una opción podría ser concebir al Mercosur como una red 
        de acuerdos bilaterales y plurilaterales, incluso sectoriales y multisectoriales 
        de integración productiva, conectados entre sí. Requeriría 
        mecanismos flexibles de geometría variable y de múltiples 
        velocidades. La propia UE tiene experiencias al respecto. No significaría 
        dejar de lado el compromiso de construir una unión aduanera como 
        paso hacia un espacio económico común. Podría hacerse 
        a través de Protocolos Adicionales al Tratado de Asunción. 
        Entre otras regiones, la centroamericana es un punto de referencia al 
        respecto. Tal opción permitiría incluir la posibilidad de flexibilizar 
        en determinadas condiciones, la concertación de compromisos que 
        se asuman en el marco de acuerdos preferenciales que concluyan uno o más 
        países miembros con terceros países o grupos de países. 
        Claro que ello implicaría acordar disciplinas colectivas entre 
        los socios del Mercosur que puedan ser tuteladas y evaluadas en su cumplimiento 
        por un órgano técnico con competencias efectivas. El modelo 
        del papel del Director-General de la OMC puede ser útil al respecto. Profundizar el debate sobre opciones posibles, combinando la perspectiva 
        de bien definidas estrategias nacionales y la puesta en común de 
        los diversos intereses nacionales en juego en el marco de un proyecto 
        estratégico común, parece ser lo más recomendable 
        para transitar el período del diseño de una nueva etapa 
        del Mercosur. Como también se requerirá en el caso de la 
        integración europea, su diseño deberá asentarse en 
        un diagnóstico correcto sobre tendencias profundas que están 
        operando en el plano global, incluyendo el balance de desafíos 
        y oportunidades que resultarán de la nueva geografía del 
        poder y de la competencia económica mundial. Asimismo, en tal perspectiva deberá ponderarse una estrategia 
        de negociaciones comerciales internacionales, incluyendo las pendientes 
        con la UE y las que podrían desarrollarse, entre otras, con China 
        en base a la sugerencia efectuada por el Primer Ministro Wen Jiabao en 
        su reciente visita a nuestra región del sur Sudamericano. |