| Las nuevas realidades del poder global tardarán en decantarse. 
        Sólo entonces se podrá saber cuál es el número 
        que se agrega a la letra G, a fin de calibrar un ámbito institucional 
        con suficiente masa crítica para traducir decisiones en hechos 
        concretos. Lo dijimos en esta misma columna en febrero del año 
        pasado. Sigue siendo válido hoy y probablemente lo será 
        por un cierto tiempo. Lo puso en evidencia la Cumbre del G20 en Seúl 
        y todo indica que también lo pondrá la Cumbre de Cambio 
        Climático en Cancún. Concretamente el problema es saber cuál es el tamaño de 
        la mesa de los convidados. Esto es, cuántos y cuáles son 
        los países que reunidos pueden impulsar decisiones que penetren 
        en la realidad sobre cuestiones de la agenda global que, por su naturaleza 
        y alcance, requieren respuestas también de alcance global. Se sabe 
        que dos serían pocos, por más grandes y poderosos que sean. 
        Los países del G8 no eran suficientes. Los 172 de Naciones Unidas 
        o los 153 de la Organización Mundial del Comercio, serían 
        muchos. No habría mesa para acomodarlos ni posibilidad de conversar 
        con franqueza. De allí que se recurriera al G-20, mecanismo de 
        trabajo que existía y que reunía -hasta entonces- sólo 
        a autoridades financieras y monetarias. Pero en realidad, la foto de la 
        Cumbre de Seúl reunió a casi 40 participantes, incluyendo 
        los miembros del G-20, los que consideran que deben estar y logran ser 
        invitados, y las cabezas de los principales organismos económicos 
        internacionales. Lo concreto es que hacia el futuro crecen dudas sobre la composición 
        y eficacia del actual G-20. Hay sugerencias de reformas que incluyen criterios 
        para su integración. Se sabe que no puede pretender ser el embrión 
        de un gobierno mundial. Sería suficiente, por el contrario, que 
        pudiera constituirse en un ámbito informal pero de alto nivel político, 
        del cuál surjan impulsos efectivos para encarar cuestiones relevantes 
        de la agenda global. Aún no lo es. Tres parecen ser las principales insuficiencias del actual G-20. Una 
        es la de su legitimidad y, por lo tanto, la de aquello que se decide. 
        No necesariamente quienes quedan fuera de su mesa le reconocen autoridad 
        para traducir eventuales consensos en algo que efectivamente se tendrá 
        que cumplir. Y precisamente esa es su segunda insuficiencia. Si bien suman 
        poder relativo, no alcanzan a reunir masa crítica como para, por 
        ejemplo, impulsar acuerdos sobre cambio climático, sobre la Rueda 
        Doha o, lo que parece prioritario en las actuales circunstancias económicas 
        internacionales, para convencer a los mercados que las tendencias a la 
        denominada "guerra comercial", resultante de una peligrosa mezcla 
        de políticas cambiarias, disparidades macro, económicas 
        e innovadoras prácticas proteccionistas- serán al menos 
        atenuadas. Y la tercera insuficiencia es la de proximidad en visiones, 
        intereses, expectativas e incluso, emociones que despiertan los actuales 
        desplazamientos del poder mundial. Los tiempos de los distintos protagonistas 
        no son similares. Unos juegan con el futuro y consideran que éste 
        los favorece. Otros observan que un pasado que entienden brillante comienza 
        a diluirse. Y no necesariamente lo aceptan. Argentina y Brasil son los dos países sudamericanos que participan 
        en el G-20. Ambos saben que tienen futuro. Coinciden con el objetivo fortalecer 
        un mecanismo informal que permita a los principales líderes políticos, 
        intercambiar ideas y acordar líneas de acción a fin de aspirar 
        a lograr una razonable gobernabilidad global.  Quizás su principal contribución al futuro del G-20 sea 
        entonces demostrar que en su mesa, hablan por América del Sur. 
        No es fácil. Pero vale la pena intentarlo. Si lo mismo ocurriera 
        con las otras regiones -no es así aún en el caso europeo- 
        la mesa del G-20 podría sumar legitimidad y eficacia a la que le 
        aportan -por su innegable dimensión y poder relativo- los países 
        del G2. |